La Republica partida


Buenos Aires sigue siendo la idealización de un espacio cultural que contiene todas las fantasías. El mito del "interior" estéril es su contracara. Este número de la Revista Ñ trata de aportar nuevas miradas sobre esa histórica, dramática, oposición.

Por: Jorgelina Nuñez


El problema es antiguo. Tanto, que precede a la constitución misma de la nación. En el origen encierra la imagen de ese puerto populoso de Buenos Aires que fue creciendo en poder económico y político mientras sus habitantes, en contacto con todo lo bueno y lo malo de ese tránsito, ganaban en cosmopolitismo y arrogancia. Lo que fluía de ese embudo gigantesco iba perdiendo ritmo en la llanura y llegaba exangüe a los confines, que se movían con otros tiempos y otras realidades. A nadie se le pasaba por alto que, libradas a su suerte, las diferencias culturales entre esos dos mundos –que son las que aquí nos interesan– abrirían una brecha cada vez más profunda.

El conflicto fue advertido y enunciado por Alberdi y por Sarmiento y adquirió sus tonos más oscuros en los textos de Ezequiel Martínez Estrada hace más de sesenta años. Periódicamente y con mayor o menor énfasis, retorna en discusiones en las que predominan las acusaciones, una penosa descripción de apatías y "ninguneos", envidias y resentimientos. Como si la aparición periódica de la polémica sólo sirviera para constatar que nada ha cambiado y que las posiciones no se han movido de su sitio.
Para salir de ese esquema binario, tal vez vaya siendo hora de encontrar una nueva formulación para las viejas preguntas, poniendo antes en cuestión cada uno de sus términos, pues es difícil creer que las transformaciones globales que modificaron realidades a escala mundial, no encuentren eco también en nuestros propios escenarios.



Más que palabras

Toda vez que se retoma el conflicto cultural entre Buenos Aires y las provincias –y su recurrencia es siempre síntoma de lo lejana que parece su solución– el uso de las palabras adquiere una dimensión dramática en la medida en que ellas evidencian la carga de prejuicios de quien las enuncia. Así, hablar del "interior" o del "resto del país" para referirse a las provincias supone una simplificación que acepta la existencia de un centro a partir del cual todo lo demás es periferia, resto o suplemento. En el mismo acto de nombrar así las cosas se sobreentiende que ese "resto" es homogéneo. ¿Acaso por compartir similares problemas todas las provincias los enfrentan y resuelven de la misma manera?

Lo mismo ocurre con los gentilicios que aluden menos a una pertenencia geográfica que a una determinada forma de pensar y de actuar. Si "porteño" es sinónimo de soberbio y prepotente, lo "provinciano" denota la estrechez de miras y la incapacidad para aceptar situaciones y posibilidades distintas de las propias. Atributos, está claro, que los sujetos no poseen como consecuencia de sus lugares de origen sino de sus actitudes. Es tan provinciano alguien nacido en la capital que desdeña las producciones regionales, como arrogante un correntino –por dar un ejemplo pueril– que rechaza por excéntrica otra música que no sea el chamamé.



La fábrica de los sueños

¿Qué representa en el imaginario nacional la ciudad de Buenos Aires? En primer lugar, la idealización de un espacio que, al menos en lo cultural, parece cumplir con todas las fantasías. A una oferta en materia de espectáculos, salas, museos, muestras, cursos, talleres, música, publicaciones y medios de una variedad inagotable –abrumadora incluso para los más ávidos consumidores de bienes culturales– se le suman no sólo enormes posibilidades de formación, creación, difusión, exhibición y consumo de esos bienes, sino también una densidad demográfica tal que permite que cualquier expresión cuente con públicos propios, algo difícil de igualar en las provincias, incluso en los aspectos más elementales: es habitual que salas de cine o de teatro cierren sus puertas por falta de asistentes y por ende, de rentabilidad. En segundo lugar, la comparación de la ciudad con otras tantas capitales culturales como lo son París, Londres o Berlín. Lo que se olvida es que en países como España, Brasil o los Estados Unidos surgieron polos culturales de primer nivel en otras ciudades que no son sus capitales. Es el caso de Barcelona, San Pablo o Nueva York. Y algo esperable para Córdoba, Rosario o Tucumán. El intercambio y el contacto permanente con los centros internacionales no bastan para explicar la renuencia frecuente de Buenos Aires a incorporar y difundir con igual entusiasmo las expresiones provenientes de otras regiones del país, bajo la excusa de que éstas "atrasan" en términos de evolución artística. Cualquier observador no ingenuo es capaz de advertir hasta qué punto la predilección capitalina por los movimientos vanguardistas con su cuota de sofisticación encubre a menudo un esnobismo injustificado.

Sin embargo, la ciudad es pródiga en gestos bienintencionados hacia las provincias que en buena medida reproducen un paternalismo de larga data. Cuando los organismos oficiales llevan desde la capital espectáculos, intelectuales o artistas a otras regiones, ¿se promueve la reciprocidad? ¿No es llamativo que la mayor parte de las producciones del canal Encuentro se realicen en Buenos Aires? ¿Es imprescindible que –por ejemplo– doce de los trece directores convocados para realizar el ciclo televisivo "Fronteras argentinas" sean porteños?

Es en estos aspectos donde se advierte que el problema merece un cambio importante de denominación. Allí donde se generaliza cargándole todas las culpas a Buenos Aires, se hace imperioso reconocer la responsabilidad de un Estado que no ha sabido ni querido darse políticas culturales auténticamente federales en materia de promoción, difusión y formación de artistas, así como también de espacios y patrimonios. Por otra parte, es falso seguir argumentando que más allá de Buenos Aires reina el desierto. Por fortuna, desde hace tiempo y de manera sostenida, muchos de los fenómenos culturales que se generan en las provincias optaron por un cambio saludable de actitud: con muchísimo esfuerzo, bajos presupuestos y grandes recursos humanos, dejaron de tener a la capital como horizonte y se dedicaron a producir, generando circuitos propios de difusión.
Por último, hay que llamar la atención sobre el costado más oculto de esta trama. Un mercado poderoso, menos atento a las expresiones culturales que a los productos que impone y difunde según criterios en los que la rentabilidad cuenta mucho más que la calidad. Un mercado de múltiples ramificaciones que se beneficia y, por lo tanto, opera a favor de la concentración y el centralismo.



Números y no opiniones

Los diagnósticos impresionistas reducen el problema a una simple cuestión de superioridades e inferioridades. Para no caer en esa trampa, este número especial intentará mostrar que, dejando de lado las apreciaciones personales, hay realidades que se traducen en números de una elocuencia pasmosa. Ningún lamento ni reclamo por parte de las provincias respecto de la falta de atención que históricamente han recibido de las autoridades nacionales en materia de cultura dirá más que la desproporción presupuestaria perceptible en cualquiera de sus rubros. Una desproporción sólo comparable a la que las autoridades provinciales otorgan al ámbito de la cultura en sus propios presupuestos. Las industrias culturales, con sus promesas de trabajo e ingresos, sólo se instalan en aquellos lugares donde la actividad recibe los beneficios de una promoción estatal. Son escasos los ejemplos de empresas privadas que deciden correr algún tipo de riesgo fuera de la capital. Y las esperanzas cifradas en los intercambios vía Internet deben sortear una condición previa: la conectividad (banda ancha) no llega con facilidad a todas partes. Las empresas que brindan ese servicio encuentran que hay regiones del país que no justifican la inversión.



Aportes para la reflexión

Para actuar es preciso conocer y ese conocimiento involucra datos cuantificables. Establecer un estado de situación para advertir los agujeros negros de la cultura contribuye a implementar futuros cambios de rumbo.

El trabajo que abre este número especial pertenece a Rubens Bayardo. Con las herramientas de la antropología cultural, analiza las características del centralismo, especifica cómo los lugares estructurales que la cultura ocupa dentro de los gobiernos revelan el grado de importancia que se les asigna, y subraya la necesidad de que el Estado establezca mecanismos de regulación del mercado. Sobre las inequidades presupuestarias se consultó la opinión del secretario de Cultura de la Nación, José Nun, quien defendió su plan de gestión destinado a paliarlas, y también la del licenciado Héctor Valle, presidente del Fondo Nacional de las Artes, relativa a la relación del organismo con las Secretarías de cultura provinciales.

Los datos que aparecen en la página 12 fueron tomados del relevamiento que llevó a cabo la propia Secretaría de Cultura durante 2007, disponibles en Internet. Algunos remiten específicamente al Laboratorio de Industrias Culturales, de la misma Secretaría. El comentario de la socióloga Stella Puente, especialista en este último tema, provee una interpretación esclarecedora.

Un lugar destacado, aunque del todo insuficiente, lo ocupan un conjunto de fenómenos culturales de altísimo nivel que con un profundo compromiso por parte de las sociedades en las que surgieron, tienen lugar en distintos puntos del país. No se trata de un muestreo, pues en ese caso las omisiones serían flagrantes, sino apenas de un reconocimiento lleno de admiración hacia las personas y las instituciones que, a fuerza de trabajo y de talento, consiguieron abrirse camino más allá de las dificultades y la indiferencia.

Las raíces políticas del conflicto atravesadas por la actitud cambiante de sus protagonistas son el objeto de la nota de la historiadora Hilda Sabato acerca de la mentada "cuestión federal". Por su parte, el sociólogo Héctor Schmucler revisita los textos de Ezequiel Martínez Estrada, encontrando nuevas connotaciones para la frecuentada "cabeza de Goliat". Una perspectiva innovadora aporta Américo Castilla. Producto de su trayectoria en la gestión cultural, su propuesta apunta a otorgarles una nueva funcionalidad a las instituciones culturales que quedaron obsoletas y especificar los objetivos culturales que persigue cada región.

El poeta Santiago Sylvester recorre con desazón el conjunto de antologías poéticas y de historias de la literatura argentina y comprueba la miopía de las perspectivas pretendidamente nacionales hacia las producciones poéticas distantes de la capital. La opinión de Juan Falú refuerza esa historia de incomunicación. A través de la evocación de la mítica revista Hortensia, algunas de cuyas viñetas se reproducen aquí, se intenta aportar un poco de humor sobre el tema.

En materia de industrias culturales, es imposible soslayar lo que está ocurriendo con las editoriales independientes en Córdoba y Rosario, y también lo que promueven proyectos novedosos como el de Vox, de Bahía Blanca. Por último, una investigación de Alberto González Toro hace hincapié en las responsabilidades que les caben a las provincias en el cuidado y puesta en valor de sus patrimonios culturales. Hasta qué punto el turismo los beneficia o perjudica es la pregunta que se hace Alejandro Stilman y que cierra este informe.

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